A la caída del sol de cada Domingo de Laetare, el santuario de Nuestra Señora de la Soledad se convierte en el Gólgota para celebrar el auto sacramental que dió origen a la antiquísima hermandad del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora de la Soledad en los albores del siglo XVI. El reloj marcaba las ocho de la tarde en un templo repleto de fieles donde aguardaban la procesión fúnebre de entrada que daba comienzo a dicho ceremonial amenizado musicalmente por la orquesta de cámara Santa Cecilia.
Los clérigos se disponían en el presbiterio junto al madero donde pendía la Sagrada Imagen de Cristo esperando para ser descendido ante los ojos del pueblo. Una vez impartida la bendición inicial, se leyó la Pasión de Jesús según San Juan. Tras la lectura del evangelio, Fray Joaquín Pacheco Galán guió la meditación previa al rito del Sermón de las Cinco Llagas y descendimiento de la Cruz.
Dispuestos, de nuevo, los clérigos alrededor del Señor crucificado, procedieron a relatar los diálogos de los personajes que protagonizaban la escena, la Virgen María, San Juan Evangelista y Santa María Magdalena. Los Santos varones ascendían por las escaleras dispuestas para acceder al madero. Con el sermón y rezo de las Cinco Llagas, la imagen del Señor descendía de la Cruz ante la mirada atónita de todo el pueblo y foráneos allí congregados. Una vez presentado el bendito cuerpo a la Santísima Virgen, se procedió a ungir el santo cuerpo.
Finalizado el rito, la portentosa cruz rocalla acompañada por dos faroles abría la procesión claustral fúnebre que se disponía a recorrer la nave del santuario acompañando al Santísimo Cristo Yacente los cantos del miserere que entonaba el clero tras las andas. Llegados al Santo Sepulcro, el Señor fue trasladado a la urna solemnemente. La última mirada atónita fue para la Madre Dolorosa, Nuestra Señora de la Soledad, a la cual se la veneró con el canto de la Salve y el himno a la Virgen.